No es bueno el dolor de la lucidez. No es bueno.
Lo mismo que me hace grande, me hace pequeña. Las mismas, exactas cualidades que me hacen ser yo, a la vez me deconstruyen, conforman los dos polos opuestos de mí misma. El que me gusta y el que detesto.
De qué me sirve pensar, tener conciencia, tener la lucidez precisa que me hace ver la claridad hiriente de los días, que se clava como un alfiler en mis pequeñas pupilas, en forma de diminutos aguijones que se adentran de forma certera y precisa. De qué me sirve saber leer en los silencios si todo no es más que una fuente dolor mojado que lo empapa todo. De cansancio que lo empapa todo. De desánimo y apatía.
De qué me sirve someterme a la tiranía del pensamiento con avidez. A querer saber más, como una especie de hambre de infinito. Siempre más. Aunque nada sea real. Aunque solo sean páginas y páginas llenas de tinta amarga y rota, o papeles en blanco que gritan para que sean manchados.
No es bueno, no, no ajustarse a las reglas.
No es bueno, no, no ajustarse a las reglas.
No es bueno el dolor de la lucidez.